sábado, 17 de marzo de 2012

You got a fast car


You got a fast car
Racing car



And I want a ticket to go anywhere
Racing car



Maybe we make a deal
Racing car



Maybe together we can get somewhere
Racing car



Anyplace is better
Racing car



Starting from zero got nothing to lose
Racing car



(frases de "Fast car" de Tracy Chapman y Fotos de Carrera de coches en la Ciudad de Potosí, marzo de 1012)

martes, 13 de marzo de 2012

Suerte de monos a gorriones

Henos distantes de la ciudad, en este pueblo pequeño pienso que nadie que sabe de ti, mientras yo deseo a ninguno alrededor. Sin embargo todos están, ignorándote y mirándome.

Tal vez lo habrías predicho, pero no recuerdo el mensaje en el papel que me regaló el mono cuando te conocí de niño.

Mi madre, mientras recorríamos la feria de miniaturas, compró una "suerte" y el mono vestido de colores, jalando la cadena delgada asida a su pata, tomaba el papel doblado y con la precisión del experto lo dejaba en la mano, huyendo velozmente evitando el contacto deseado por cualquier curioso de verle en un lugar tan lejano a la selva, cerca a las minas, cerca del cielo.

¿Cuál sería mi suerte?, el mensaje era largo. Las letras azules rodeadas de un marco heráldico, anunciaban el destino para "un jovencito".

¿Cuál sería mi suerte?

Hablabas alto, los mineros te rodeaban hipnotizados. El mono sobre la jaula de madera pintada movía la cabeza flanqueando las miradas, orgulloso, al igual que tú. Y siempre estabas. Cada año en la misma feria, en el mismo lugar, frente a la Iglesia, cerca la Plaza, en la mitad de la calle.

El cajón debajo de las rejas blancas se abría varias veces en la tarde. Aún en la noche, con el agobiante frío de esta altitud, el mono y tú anunciaban el nuevo vaticinio. "Para una hermosa señorita, para un joven enamorado, para la cholita", todos esperaban las manos negras del mono. Las lecturas hilarantes, las sonrisas nerviosas, las miradas escépticas, las ilusiones, los deseos, todos los buenos augurios que llevaban cientos de papeles por vez.

La seguridad de tomar la mano de mi madre, la cubierta ausencia de mi padre en días de feria, las bromas de mis hermanos, los amigos con quienes nos cruzábamos, el mono y tú, todo en un cauce natural.

No habían razones para preocupaciones.

Luego, ya nada. Los años siguientes no pude verte. Dejé de creer en la suerte, cuando en otra ciudad, mientras crecía, me dijeron que es de cada uno ser lo que quiere ser. ¿Me habrías mentido?, entre tanto racional era posible pensar que sí. Y te olvidé.

Olvidé también a la ciudad de los mineros.

Volver a ese lugar sin oxígeno nunca fue algo común, si alguna vez sucedía, los días de feria eran muy distantes. Y cierta vez que coincidió el momento, ya no estabas en mi memoria, no te busqué ni te extrañé. Pasé por la feria de las miniaturas sin pensarte a mi lado, sin oír tu voz ronca, sin el mono acobardado por nosotros.

Así se fueron varios cabellos, sin suerte, sin creer en la suerte.

Recibí de golpe ser un niño adulto sin suerte, los años de estudio en la ciudad de los racionales fueron largos e irregulares. Amantes y odios, pasiones, extenuado de amigos veloces, de quienes están esta tarde y mañana ajenos como cualquiera de ese lugar.

Rendí mis piernas hasta el paroxismo del dolor en las rodillas. Seguí los preceptos racionales. Deseé demasiado, busque ganar y ser querido. Fui ejecutivo y fallé, amigo y huí, me enamoré y caí, Pecador, odiado. Amado e intenso. Lleno y vacío.

En ese lugar no existió la suerte.

Cuando todo estaba dicho por las acciones y mis manos comenzaron a temblar, recordé mi ciudad. Este ganador de estupideces, en un auto nuevo, partió. Buscando suerte, sin ciencia ni razón. Mística Divina y esperanza de nada, llegué hasta aquí.

Este pueblo pequeño no es mi destino, pero llegué hasta aquí. La ciudad de los mineros está aún lejana, y mientras me gana la impaciencia de los autos viejos en una fila interminable para atravesar esta minúscula avenida, te veo al lado mío, detrás del cristal del coche, con el rostro agobiado pero anunciando la suerte.

Grito en mí mismo, "Quiero mi suerte. El papel que no recuerdo".

Ahora estás viejo como debo verme yo. Sentado en una silla de metal y plástico. La ropa raída y la jaula. Dentro de ella un gorrión salvaje, pardo y común, ausente de la elegancia del mono impaciente vestido de colores.

Dejo el auto en cualquier lugar, sin saber de la puerta cerrada, corro hasta donde estás. Tienes la barba mal rasurada, los cabellos blancos y un extraño olor añejo a tierra y humedad, pero eres tú. El que tiene mi suerte.

Con la misma voz ronca despiertas todas las emociones de antes. Soy niño.

Cuánto cuesta la suerte, te pregunto. Y sin que me respondas vuelvo a decirlo con mayor vehemencia. Me miras y sonríes. Acelerado como puedes ser, lento como te veo, abres la rejilla de madera vieja, con las uñas largas y sucias, tomas al gorrión con delicadeza, deslizas la caja con los papeles y empujas su pico para que tome uno de los presagios. Esta vez son viejas fotocopias con letras apenas legibles, sin el encanto de los mensajes impresos en azul marino.

Amigo, en tu cuerpo y desde mi alma, la pobreza nos ha tocado a los dos.

Entonces leo mi suerte... suerte de monos a gorriones.